Meño llegó a Riverside por la voluntad de Dios y por el favor de su tío Lencho. Cuando tenía siete años estaba muy tranquilo en su pueblo de La Chona, allá en Aguascalientes y el tío Lencho vino de visita. “¡Llegó mi tío del Norte!”, fue el excitante recibimiento de sus hermanos.
En ese tiempo Meño no distinguía el norte del sur, pero al ver el coche de su tío y las placas que decían: “California”, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. El tío Lencho pasó con ellos la Navidad y su visita fue todo un acontecimiento para el barrio, entre otras cosas, porque llevó de regalo la primera video casetera que tuvo toda la familia Hernández.
Meño no tuvo tiempo de disfrutar el preciado objeto. Su Mamá se lo llevó al lavadero y le dijo: “Meño, aquí no hay porvenir, y tú debes irte con tu tío Lencho para El Otro Lado. Muy pronto nos juntaremos todos allá, nomás que nos iremos uno por uno”. Meño tenía una mezcla de confusiones y ni tiempo para procesarlas. Se dio cuenta que su mamá se esforzaba por disimular las lágrimas. Al día siguiente, todos le despidieron con más envidia que tristeza, su Madre lo llevó frente al altar de la sala y lo encomendó con toda clase de oraciones a Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. Todo el camino su tío le fue preparando el recitado del acta de nacimiento de un primo de su misma edad. Tenía que decirlo con seguridad y tardó mucho en poder decir su nueva dirección con naturalidad, casi sin acento: “I am living in Ruvidox, Riverside”.
La Virgen de San Juan permitió que justo cuando cruzó la frontera, los guardias miraron los papeles y les hicieron señal de seguir adelante. Ni una pregunta. Meño respiró liberado de un recio peso y le pareció que la Virgen le abría un ancho camino cuajado de luces. Era el Free Way, le explicó su tío. Instalado en la pequeña recámara con sus primos, Meño comprendió que ninguna casa podría suplir su hogar. Sus ojos se volvieron tristes y él, que era tan dulcero allá en la Chona, no sentía interés por todas las golosinas que le invitaban sus primos. Los días para que viniera su familia se convirtieron en meses y cuando llegó el último, habían pasado más de cuatro años. Cada uno contaba diversas penalidades para llegar, algunos cruzando el río, otro por el desierto. Meño estaba ya en 6º grado, pero tenía la formalidad de un adulto. Le conocimos en el catecismo y lo asombroso era una actitud entre compasiva y dulce semejante a un lazarillo. Meño repetía las palabras en inglés para sus hermanos cuantas veces fuera necesario. Explicaba nuevamente a su mamá la ruta del camión para limpiar alguna casa. Leía a su papá los recibos y hacía las cuentas en su libreta para que tuvieran las cosas claras. Parecía increíble que sus ojos y su voz rebosaban del más legítimo espíritu de servicio. Nunca notamos que su ventaja le hiciera sentirse superior.
La última vez que vimos al niño fue en el Mall y nos comentó que no volverían al catecismo, pues sus padres no tenían trabajo y otro tío les había conseguido uno cosechando cereza hasta Chico. “Me dijeron que nos íbamos pa´l Norte, pero siempre hay otro Norte donde hay que ir otra vez a buscar mejor suerte”. Le comenté que seguir las cosechas era muy pesado, pero sus ojos me miraron sonrientes como diciendo: “¿No te parece que lo peor ya pasó?”.
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